Hay en la ciudad de Roma seis estatuas “menores”, bastante deterioradas (y poco agraciadas) cuya contemplación probablemente escape al viajero apresurado por alcanzar el siguiente “imperdible” de su mapa. Conocer su historia, sin embargo, probablemente amerite detener la marcha para observarlas, esbozar una sonrisa, y saludar aunque más no sea “en espíritu” a quienes a lo largo de más de 300 años afrontaron los riesgos de manifestar disensos y se jugaron por la libertad de expresión.

La más fácil de encontrar entre las seis estatuas es quizás el Pasquino. Terriblemente dañada, probablemente decoraba el cercano estadio de Domiciano, hoy convertido en la afamada y turística Piazza Navona. La escultura, que según los expertos probablemente represente a Menelao, rey de Esparta, adquirió no obstante el apodo de Pasquino, ya que tal era el nombre de un vecino famoso por sus dichos satíricos. En algún momento, tales epigramas, de tono mordaz, al modo de Pasquino, y dirigidos particularmente hacia el papado que por entonces conducía los destinos de la ciudad, comenzaron a adherirse a los lados de la estatua, que quedó convertida así en una especie de “página de Facebook” del lejano cinquecento, en la que se “posteaban” invectivas de tono humorístico contra las burocracias gobernantes.
Obviamente, este ejercicio de la libre expresión no era del agrado de los destinatarios de aquellas ironías, que pasaron a ordenar velozmente retirar los panfletos de día y vigilar la estatua de noche. Incluso el Papa Adrian VI llegó a considerar la posibilidad de arrojar a la pobre estatua al Tiber, pero parece que alguien le dijo que si lo hacía, la estatua, “al igual que las ranas, sólo croaría más fuerte en el agua”. Sabio consejo. Pero como nada parecía detener a los autores de las humoradas las autoridades optaron por medidas drásticas: pena de muerte, cárcel, confiscación, e infamia para aquellos que fueren atrapados in fraganti “pegando papelitos”.

Tampoco resultó. La creatividad florece ante la adversidad, y muy pronto se agregaron a Pasquino otras estatuas. Marforio, por ejemplo, una escultura de gran porte representando a un dios fluvial, se convirtió en “interlocutor regular” de Pasquino, de modo tal que las preguntas colocadas sobre Pasquino eran respondidas con papeletas colocadas sobre Marforio y viceversa. Subrayemos, no obstante, que con la excusa de “preservar su integridad” Marforio terminó en algún momento “encarcelado” dentro del Palacio Nuevo del Campidoglio. “Uno menos”, habrán suspirado aliviados los artífices de su encierro.

Poco a poco se agregaron como estatuas “parlantes” Madame Lucrezia (único personaje femenino, originalmente representación de una sacerdotisa de la divinidad egipcia Isis), el Abate Luigi, el Facchino, el Babuino, y la idea fue asimismo imitada en otras ciudades, dando surgimiento al Hombre de Piedra de Milán, el Jorobado del Rialto en Venecia, o el Porcinito de la Logia del Mercado Nuevo de Florencia (hoy transformado en talismán para la buena fortuna).
La pequeña pero potente “red social” del cinquecento quedó conformada con estos personajes estables, que no cesaron de señalar corrupciones, nepotismos y acciones estimadas repudiables. Por ejemplo, una de las frases más famosas es un epigrama atribuido al Pasquino que ácidamente reza: “quod non fecerunt barbari, fecerunt Barberini”, “lo que no hicieron los bárbaros, lo hicieron los Barberini”, aludiendo con ello a que los hérulos que invadieron Roma al mando de Odoacro y produjeron la consecuente caída del Imperio romano de Occidente en el año 476 no dañaron el Panteón como lo hizo Maffeo Barberini, advenido Papa Urbano VIII, quien ordenó retirar bronces de aquel edificio para aplicarlos a la construcción del baldaquino de San Pedro del Vaticano y la fabricación de los cañones del Castel Sant´Angelo, dañando así irreparablemente una de las obras arquitectónicas más emblemáticas de la Antigüedad clásica.
Con la unificación de Italia en 1870, las estatuas parlantes cayeron en desuso. Lo cual no impidió que nuevamente aparecieran textos críticos pegados sobre ellas en ocasión de la llegada de Hitler a la ciudad, en 1938. Esa antigua costumbre romana de expresar disenso mediante pegatinas adheridas al Pasquino no habría de ser tan fácilmente olvidada.