Jorge Luis Borges le reprochó a los ingleses “haber llenado el mundo de juegos estúpidos, deportes puramente físicos como el fútbol, que es uno de sus mayores crímenes“. Si, el escritor odió el fútbol y toda la parafernalia que lo rodeó siempre.
Tanta bronca le tenía que un día, le preguntaron qué opinaba de Diego Armando Maradona y él respondió, sin pestañear “no sé quién es, no lo conozco”. Curiosidades de la historia, el autor de El Aleph murió en junio de 1986, un par de días antes del gol de Maradona a los ingleses. Un poema.
Borges odiaba lo que Diego amaba. Y los dos tuvieron sus razones. Porque el fútbol, como las letras, ruedan de un lugar a otro llevando su emoción y su pasión. Son artes que se juegan con los pies y con las manos pero se cristalizan en el alma. Borges gambeteó poesía épica, Diego escribió goles inolvidables. Para Borges, el fútbol “es popular porque la estupidez es popular”. Diego repetía que la “pelota es todo”. Así son los mundos irreconciliables. Borges y Maradona encarnan la Argentina que pudo ser y la que es. La racionalidad y la barbarie. El intelecto y la emocionalidad.
“Se fue un grande”, lo despidió Cristina. Su apoyo a Evo Morales fue explícito. “Hasta cada momento, comandante”, despidió Diego a Chávez cuando este murió Somos chavistas hasta la muerte, cuando Maduro ordene estoy vestido de soldado”. “Fidel fue un padre para mí”, dijo Diego. Su referente en el cielo, el Che Guevara, lo tenía tatuado en su brazo.
Los dos son símbolos indelebles de la Argentina. El Diez es el dios argentino por goleada y como todo dios, es venerado desde la fe y la idolatría, en altares de cartón, en religiones impostadas.
Su misa es el populismo y sobre ella van en procesión todas las expresiones que lo definen: la viveza, el narcisismo, el pensamiento mágico, la negación de la realidad, el snobismo, la farandulería, el exhibicionismo.
A Borges le exasperaba esa “cosa nacionalista” que emana el fútbol y toda representación masiva, ese enardecimiento de las masas, la barbarie en la popular.
Decir que Diego es pueblo no es hablar mal de Diego, es definirlo en pocas palabras. Maradona es el arquetipo del argentino que elige una y otra vez a sus líderes por la grandilocuencia de sus promesas y su falsa generosidad. El dios de todos los pobres pero no por su pobreza, sino por ensalzarla como si fuera un don y “del otro lado” los ricos (aunque él lo era), esos malos que explotan.
Si, Diego era pueblo y el pueblo era Diego. Y eso tampoco es hablar bien de él. Su gol mas famoso lo hizo con trampa, con picardía. Pero lo hizo. “¿El primer gol a Inglaterra? Fue la mano de Dios. Les ofrezco mil disculpas a los ingleses, de verdad, pero volvería a hacerlo una y mil veces. Les robé la billetera sin que se dieran cuenta, sin que pestañearan“, se ufanaba.Y si Dios es argentino, Dios es Maradona y en esta religión, el que roba a un ladrón tiene cien años de perdón y la viveza criolla es el padrenuestro que se reza para justificar lo injustificable.
El dios argentino es un dios malhablado, que despotrica desde la vulgaridad, el que grita: “la tenes adentro”, “que la chupen” y tantas otras frases más que escandalizarían a Borges, si es que quiere entender a qué se refiere ese objeto directo o prefiere mantener un prudente silencio y alegar que “no entiende” lo que escucha.
El pueblo corea, también. “Sí, que la chupen”, “LTA” grita, enardecido, tan bravo y compadrito en manada como indefenso y vulnerable cuando está solo.
El dios de la soberbia en ese “pecho de paloma” que caminaba llevándose el mundo por delante, la mirada al frente, aguerrido, de pocas pulgas. Tan maleable en su soledad como terco hacia afuera, el dios de los argentinos que tampoco saben de autoestima ni de humildad para aprender de los errores.
Ya basta. Hoy, Diego dejó a su pueblo. Al mismo que no pudo diferenciar al hombre del jugador, a la enfermedad del deporte, al gol de la trampa. El ídolo-lobo lleno de sombras solo reflejó luz para la tribuna-manada, que no vio lo que no quiso ver y se enfermó, así, de lo mismo que consume.
Hace años que Diego no jugaba al fútbol. Su vida privada y su adicción mancharon la pelota y su historia más de lo que cualquier humano podría soportar. La “magia” no funcionó para él mismo: dio muchas mas alegrías de las que recibió. Pero también más penas de las que cualquier hijo o padre puede soportar. Abrazó más de lo que se dejó abrazar y muchas veces dijo que “daría la vida” por lograr algo (dirigir la Selección, por ejemplo) cuando casi siempre la vida era el bien que menos cuidaba.
Cada vez que fracasó Diego, fracasó la Argentina.
Igual que los gobiernos que rigen su destino, Diego volvía siempre con la misma receta. Él no tropezaba con la misma piedra: la cabeceaba. Y atrás todos los hinchas-manada, golpeándose con él. Poca humildad, mucha arrogancia. El patrioterismo por encima de la lógica. La pasión que tapó la razón. Y su inigualable don, su recurso más natural, arruinado para siempre por el abuso y la falta de humildad.
Cualquier similitud con la Argentina, no es coincidencia.
Borges conocía de ficción y de espejismos, por eso “vió” adónde llevaría el fanatismo de los discursos épicos cuando no están basados en la realidad. No siempre el ciego es el que no puede ver.
Maradona interpretó siempre a la Argentina populista, la peronista de Perón, como decía él, aunque también la de Néstor y la de Cristina. Diego, como Evita, es intocable, prístino, inmaculado y también un impostor, según de qué lado de la manada-hinchada estén. Pero es él mismo. El Diego Lobo hipnotiza, seduce, domina. No importan ya los fracasos, llegó el momento de endiosarlo pese a ellos.
Fútbol y política son dos partidos que se juegan con los mismos soldados. Por eso los hinchas de Gimnasia se arrodillan frente a él como veneran a Fierro, el otro ídolo, un ladrón que murió en un asalto y es coreado como una leyenda deportiva (?). Tan contradictorio como la imagen de la Virgen de Nuestra Señora de la Abundancia a la que se le rezaba en Villa Fiorito, ese caserío pobre e indigente del sur de Buenos Aires donde lo único que abunda es la carencia.

Maradona llegó a los 60 con todo ese arnés de contradicciones. Apenas podía caminar y hablar. Puertas adentro seguramente vivió un calvario que toda su gloria pública no alcanzaría a redimir. Su corazón aguantó todo pero ya no aguantó más. Zafó de la camorra italiana, de los carteles mexicanos, de las traiciones domésticas, de los chupasangre que hoy lloran, de los detractores que ni siquiera pueden callar por respeto.
Chavista de Chávez, castrista de Fidel, cristinista de Cristina, Diego se “pegó” a los ídolos que lo reflejaban. Es más, si no hubiera sido “tan” Maradona, hasta podría haber probado con ser presidente. Condiciones populistas no le faltaban. Y circo tampoco. Ser un héroe popular asegura amor y odio y ambos, presencia. Siempre hay que estar marcando de qué lado Maradona de la vida se está.
En el día de su muerte, medio país sube videos con su gesta. La otra mitad, hace memes con su muerte.
Asi es la vida (y la muerte) en el país de las grietas