A DeLorean Motor Company le resultó más fácil romper la barrera del tiempo que vencer la burocracia. El mítico DMC-12, el auto que se hizo inmortal en la saga “Volver al futuro”, sigue estancado en el pasado. Y no porque no haya plutonio (el “combustible” que Michael Fox debía conseguir para ponerlo en marcha), sino porque es rehén de las reglamentaciones confusas, el exceso de regulaciones y la presión burocrática.

Las presiones legales matan ideas, incluso las mejores. La historia del DMC-12 (las iniciales de DeLorean Motor y 12 por el precio que pensaban que podría costar cada unidad, 12.000 dólares) demostró que el camino al futuro a veces es más fácil de recorrer que el del presente.
Eso no lo supo el fundador de DeLorean, un exdirectivo de General Motors que se animó a salir de la zona de confort (buena empresa, buen salario, buen vivir pero trabajar para otros) para cumplir su sueño de construir el “nuevo deportivo americano”. Consiguió 200 millones de dólares y se puso a trabajar. ¿Qué podría salir mal?
Con espíritu liberal, admitió que la competencia de “cerebros” de otras empresas podrían sumarse a su sueño y contrató diseñadores e ingenieros de vanguardia. No quería copiar a nadie, quería un auto muy futurista, amplio, competitivo. Y lo logró.
Carrocería de acero inoxidable cepillado (lo que le daba un color único pero también un peso insoportable: 1244 kilos) y puertas que se abrían como alas de gaviota (no había parking capaz de soportarla). Un coche futurista pero tan poco práctico que convirtió en un fiasco el sueño de DeLorean: de las treinta mil unidades que pensaba vender a duras penas logró fabricar 8000 y la empresa cerró. Fin del sueño emprendedor.

Pero el cine –otra gran plataforma para la libertad de ideas- lo desenterró cuando, en 1985, Marty McFly y “Doc”, llegaron con un MCD del futuro.
Su aspecto futurista fue, justamente, lo que hizo que el director de la saga, Robert Zemeckis y su productor, Steven Spielberg se decidieran por él. Que se convirtió inmediatamente en la estrella de la película. Lleva tres décadas y media convertido en emblema y aún quienes no han visto la trilogía de Volver al Futuro saben de qué autos se está hablando.
La fama resucitó el sueño del auto americano. Esta vez fue otro innovador, Stephen Wynn, que fue comprando una a una las piezas para fabricar 21.000 MCD-12. Hasta que consiguió todos los activos, planos y derechos y se montó un taller en Texas. Tiene una lista de espera de 5000 unidades y el dinero para poner manos a la obra ¿Y ahora, qué podría salir mal?
Ah, ese virus que suele atacar a las buenas ideas. El enemigo invisible que trunca el progreso y la innovación. La plaga silenciosa pero tenaz de los Estados: la burocracia.

Hace cuatro años que la nueva DeLorean Motor Company está frenada en el pasado porque no tiene los permisos necesarios para poner el coche en marcha. Permisos que nadie sabe bien cuáles son, pero “por las dudas”, no se otorgan.
El Estado está “pensando” los requisitos necesarios para que este coche circule por las autopistas norteamericanas. La ley vigente no hace distinción entre una empresa que fabrica coches masivamente (como Ford, por ejemplo) y un pequeño emprendedor que hace pequeñas cantidades (en el mejor escenario, DeLorean podría fabricar 50 autos por año). Y cuando la ley es “igualitaria”, es injusta. El Congreso de EE.UU., en 2015, entendió la diferencia y promulgó el “Acta de Fabricantes de Automóviles de Bajo Volumen”, ley con la que se autorizaba a no cumplir las normas vigentes de homologación siempre que fueran fabricados en pequeñas cantidades. Una buena.
Pero las piedras de la burocracia se multiplican solas. Inmediatamente la National Highway Traffic Safety Administration (NHTSA) y la Environmental Protection Agency (EPA) dejaron en suspenso la habilitante norma hasta que ellas no terminen de redactar las reglas y condiciones que deben cumplir estos fabricantes y sus productos.
Y desde entonces el proyecto está en un limbo legal. Nadie puede saber qué se permite y que no se permite hacer. La NHTSA y la EPA llevan tres años pensando. Apenas llegaron a un borrador de ley pero ni siquiera ponen fecha al proyecto definitivo. Y encima, tienen que estar de acuerdo ambas… No hacen ni dejan hacer, típico de burócratas. Y falta superar otro escollo: el de la Oficina de Administración y Presupuesto, un proceso que puede alargarse otros seis meses.
Los fabricantes están de brazos cruzados. No pueden ni diseñar el motor, por ejemplo, porque la EPA podría determinar ciertas normas de emisiones que impedirían el uso de ciertos motores. Las ideas se cansan, se reciclan, se van. Las regulaciones quedan.
El entusiasmo emprendedor se desmaterializa frente a las narices de un Estado que el único camino que conoce es el de Volver al pasado.