La definición del autor estadounidense John Mearsheimer sirve para englobar una verdad estructural de estos días. Y quien mejor lo personifica es Donald Trump, que impone una lógica transaccional, donde el apoyo internacional no se ofrece gratuitamente, sino como parte de un cálculo estratégico. En este marco, serán los estados europeos los que deberán asumir la defensa de su propio territorio y sus intereses estratégicos. Santiago Giletta re-arma el tablero mundial, donde todas las naciones muestran músculo.

Artículo publicado en LaArgentinaJoven. En el escenario internacional, la competencia y la adaptación definen la supervivencia de los actores estatales. La nueva política exterior estadounidense, bajo la nueva administración de Donald Trump, impone una lógica transaccional, donde el apoyo internacional no se ofrece gratuitamente, sino como parte de un cálculo estratégico.
Este cambio genera reacciones profundas, principalmente en Europa, donde la seguridad y la autonomía estratégica se vuelven prioridades urgentes, ocupando un rol central en el seno del debate europeo. La necesidad de adaptación impulsa una transformación política, económica y militar, dando forma a una nueva dinámica de poder en las relaciones internacionales.
“En el caótico y competitivo escenario de la política internacional, es preferible encarnar a Godzilla antes que a Bambi.” Esta afirmación del teórico de las relaciones internacionales John Mearsheimer encapsula con aguda precisión una verdad estructural: el sistema internacional se asemeja más a una selva regida por la anarquía que a una comunidad guiada por normas morales universales.
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Bajo esta premisa, resulta sugerente, y no del todo desacertado, adoptar a la naturaleza como metáfora fundacional para interpretar las dinámicas del orden internacional. Después de todo, la naturaleza es un entorno de competencia feroz, en la cual, el principio que mejor se impone en dicho universo no es otro que el de la supervivencia del más fuerte o, en términos darwinianos más exactos, del mejor adaptado.
Conforme a esta noción darwinista del escenario internacional, la frase “Hay un nuevo alguacil en la ciudad”, pronunciada por el vicepresidente estadounidense J.D. Vance durante la Conferencia de Seguridad de Múnich en febrero del presente año, simboliza una reconfiguración de la jerarquía global, en la que Estados Unidos estaría asumiendo un rol renovado como actor internacional.
A diferencia de concepciones tradicionales basadas en principios de justicia, ley y orden, la postura diplomática adoptada por los Estados Unidos bajo la administración de Donald Trump responde a una lógica distinta: una ética de la “no extorsion” entendida como la intención de reevaluar el flujo de recursos destinados al mantenimiento de su red global de influencia. Desde esta perspectiva proteccionista y nacionalista, este flujo representaba un gasto poco beneficioso para los intereses nacionales.

Paradójicamente, para imponer o al menos aparentar, lo que muchos actores internacionales identifican como un “imperio de la ley”, es decir, un orden legal débil, sin garantías universales, y de dudosa efectividad bajo la actuación de organismos internacionales, esta autoridad deberá ejercerse a cambio de una contraprestación. En este escenario la legalidad se subordina a una lógica transaccional, es decir que la legitimidad ya no es gratuita, sino condicionada a intereses.
Lejos de renunciar a su posición de influencia y dominio, la administración Trump busca reafirmar su poderío bajo una lógica de rentabilidad estratégica. El sistema internacional, regido por la anarquía y más cercano a la naturaleza que a una comunidad moral, favorece esta postura. En ese marco, Estados Unidos adopta una postura darwinista: preservar su supremacía no solo mediante la fuerza, sino también transformando su poder en (para un proteccionista como Donald Trump) beneficios concretos.
Así, su influencia no se ofrecerá gratuitamente, sino como parte de una transacción, donde el costo de sostener el status quo deberá ser compartido o compensado. Un claro ejemplo de aquello es el memorando de entendimiento sobre la explotación de “tierras raras” firmado el jueves 17 de abril del presente año entre los Estados Unidos y Ucrania. De esta manera, los Estados Unidos estarían reembolsando sus contribuciones por la ayuda brindada a Ucrania y, a su vez, creciendo en el mercado de “tierras raras”, dominado en su mayoría por un rival estratégico, China.
Siguiendo esta óptica naturalista, se puede esbozar un concepto clave para profundizar el análisis: el estímulo. En su acepción más elemental, el estímulo constituye una señal, externa o interna, capaz de provocar una reacción. Y en el universo político interestatal, donde la percepción y la respuesta estratégica son esenciales, este opera como catalizador de las decisiones que modelan tanto alianzas como conflictos.
[La muerte de Francisco dejó al descubierto la mediocridad política y periodística que nos rodea]
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❌ Un Presidente que trataba al Sumo Pontífice de “imbécil” y de “el representante del maligno en la Tierra” ahora lo ubica como “el argentino más importante de la historia”.
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El estímulo constituye una reacción primitiva, utilizada en muchos casos como método de subsistencia. En definitiva, un organismo incapaz de reaccionar a los estímulos que emanan de su entorno, está condenado al padecimiento, o incluso a la extinción.
Desde el mismo momento de su investidura, la nueva administración de Donald Trump comenzó a emitir, ya sea deliberadamente o como resultado colateral de su visión política, una serie de estímulos dirigida hacia una Europa que, de pronto, se descubre vulnerable, ansiosa y carente de una burbuja estratégica fuerte. ¿En qué consisten estas series de estímulos? La respuesta yace en un modelo diplomático por excelencia trumpista: la denominada “Política de máxima presión”, que se refiere a una estrategia basada en aplicar sanciones económicas, aislamiento y presión diplomática con el fin de modificar el comportamiento y el rumbo de diversos gobiernos. Algunos ejemplos de esta política son el establecimiento de tarifas a la Unión Europea o la presión diplomática sobre los países miembros de la OTAN para que aumenten su gasto en defensa, entre otros.
Esta estrategia, sostenida en una retórica áspera, disruptiva y en no pocos casos abiertamente “hostil” se fundamenta en un intento de desmantelar la ilusión de que Estados Unidos continuará fungiendo como garante automático de la seguridad continental de la “patria europea”. El mensaje subyacente, crudo pero claro, era que, serán los estados europeos los que deberán asumir la defensa de su propio territorio y sus intereses estratégicos.

Esta narrativa, inquietante para muchos, cataliza una transformación discursiva y operativa en el seno del proyecto europeo. La presidente de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, no dudó en acuñar una frase que resume el espíritu del momento: “La década del rearme europeo”. En efecto, se abrió un nuevo horizonte político marcado por el imperativo de proteger y redefinir el entramado ideológico, económico, cultural y militar que sustenta lo que, con cierta melancolía, aún se denomina “occidentalismo”.
Todo este proceso, caracterizado por un acelerado rearme militar, una búsqueda de mayor autonomía estratégica de la Unión Europea y una voluntad explícita de desvinculación relativa del actual modelo de protección estadounidense, no es sino una reacción directa al estímulo lanzado desde Washington. Cabe destacar que, en términos estratégicos, dicha reacción resulta no sólo comprensible, sino incluso beneficiosa.
En un continente donde los vientos belicosos han vuelto a soplar con fuerza, parecía inevitable, si no urgente, que Europa emprendiera un proceso de reafirmación de sus capacidades defensivas, así como de consolidación de una voz propia en el concierto internacional. Al fin y al cabo es mejor tarde que nunca, y parece que el “nunca” jamás llegará.