10/09/2025

La jaula dorada de la “justicia social”

Desde una perspectiva liberal, Adriana Rodríguez desenmascara el colectivismo populista que, bajo el disfraz de “justicia social”, destruye la libertad individual, castiga el mérito y perpetúa la dependencia, proponiendo en cambio una sociedad basada en los derechos individuales y la soberanía personal.

Hay una palabra que domina el debate político de nuestro tiempo, una palabra tan seductora que parece inmune a toda crítica: “justicia social”. Se invoca para justificarlo todo, desde impuestos confiscatorios hasta el desmantelamiento de las instituciones que protegen nuestra libertad. Se presenta como el estandarte de la compasión, el único camino para ayudar a los vulnerables.

Pero yo, como mujer y como liberal, he aprendido a desconfiar de las promesas que suenan demasiado bien. He aprendido que detrás de las palabras más nobles a menudo se esconden las intenciones más peligrosas. Y he llegado a la dolorosa pero lúcida conclusión de que el modelo de “justicia social” que nos vende el populismo colectivista en América Latina no es un camino hacia la emancipación, sino una jaula. Una jaula dorada, quizás, pero una jaula al fin y al cabo.

Para mí, la libertad no es una abstracción. Es la conquista histórica de mujeres que se negaron a ser definidas por su utilidad para el colectivo, ya fuera la familia o la nación. Es el derecho a ser la única dueña de mi vida, mi cuerpo y mis decisiones. Por eso, cuando un líder político se erige como “Padre” o “Madre” del pueblo y me ofrece seguridad a cambio de mi autonomía, no siento gratitud. Siento el frío eco de una vieja opresión.

El mecanismo de esta falsa “justicia social” es siempre el mismo. Primero, se divide a la sociedad. Se crea una narrativa de buenos contra malos, de un “pueblo” oprimido contra una “élite” explotadora. El líder se unge a sí mismo como la única voz de ese pueblo virtuoso. La unidad no nace del respeto mutuo, sino del resentimiento compartido.

Luego, se ataca el fundamento de la libertad individual: la propiedad privada. Se la presenta no como el fruto legítimo del trabajo y el ahorro, sino como un robo. Se justifica su expropiación, su regulación asfixiante o su licuación a través de la inflación galopante. ¿La excusa? “Redistribuir la riqueza”.

Pero, ¿qué significa realmente “redistribuir”? Significa que el poder político decide quién merece quedarse con el fruto de su esfuerzo y quién no. Significa que tu futuro deja de depender de tu talento, tu trabajo o tus ideas, y pasa a depender de tu lealtad al poder de turno.

Este modelo no crea riqueza. La destruye. Al castigar el éxito y premiar la dependencia, se apaga el motor de la prosperidad. Como demostró la brillantez de Adam Smith, una sociedad próspera es el resultado imprevisto de millones de individuos buscando su propio bienestar en un marco de libertad. En pocas palabras, el panadero no hornea su pan por benevolencia, sino para ganarse la vida, y al hacerlo, nos alimenta a todos. El colectivismo populista insulta al panadero, le confisca el horno y luego se sorprende cuando empieza a faltar el pan.

Es aquí donde el engaño toca mis fibras más sensibles. ¿Qué le ofrece este modelo a una mujer que anhela independencia? Le ofrece una trampa.

¿Qué empodera más a una mujer? ¿Un plan social que la ata al ciclo de la política y la convierte en clienta de un gobierno, o un entorno de libertad económica donde pueda abrir su propio negocio, conseguir un empleo por mérito y ser la arquitecta de su propio patrimonio? La dádiva del Estado te hace dependiente; la libertad económica te hace soberana.

El populismo dice proteger a las mujeres, pero las trata como a menores de edad. Asume que no podemos valernos por nosotras mismas y que necesitamos la tutela perpetua del Estado. Es el mismo paternalismo de siempre, pero con una retórica progresista. Rechazo esa visión. Creo en la capacidad, la fuerza y la resiliencia de las mujeres para forjar su propio destino si se les da la herramienta más poderosa de todas: la libertad.

La verdadera justicia para una mujer no es un cheque mensual del gobierno. Es la seguridad de que su propiedad será respetada, que sus contratos serán honrados, que la inflación no devorará sus ahorros y que su éxito será celebrado, no castigado. Es saber que vive en una sociedad donde es valorada por lo que es y lo que crea, no por su capacidad de ser funcional a un proyecto político.

No me opongo a la justicia. Me opongo a que secuestren su nombre para vender servidumbre. La verdadera justicia social no se construye con resentimiento y redistribución forzosa, sino sobre el pilar inquebrantable de los derechos individuales.

Una sociedad verdaderamente justa es aquella que protege la vida, la libertad y la propiedad de cada persona por igual, sin importar su origen, su género o su condición. Es una sociedad que desata el potencial humano en lugar de aplastarlo bajo el peso de la burocracia y la envidia. Es una sociedad de ciudadanos, no de clientes.

No quiero vivir en una jaula dorada, por muy cómodos que parezcan sus barrotes. Quiero el riesgo y la gloria de la libertad. Quiero la dignidad de ser responsable de mis propios éxitos y fracasos. Elijo la incertidumbre del individuo libre sobre la falsa seguridad del rebaño.

Porque la gran lección de la historia es clara: el progreso, la prosperidad y la dignidad humana nunca han venido de un plan central. Siempre han sido el resultado de individuos libres que se atrevieron a soñar, a crear y a construir. Y esa, y no otra, es la única justicia por la que vale la pena luchar.

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