La estrategia del vendedor invisible y el truco de la máquina expendedora de libros

Thomas Paine fue tal vez uno de los pensadores más controversiales de fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX. Y fue precisamente esta cualidad la que lo habría de convertir, años más tarde, en objeto preferencial de una “revolución tecnológica” constituida por la máquina expendedora moderna. 

¿Cómo fue que sucedió esto? Pues bien, Thomas Paine, que con su panfleto “Sentido común” publicado anónimamente en 1776 había sido ya coinspirador junto a John Locke de la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos, o que con su obra “Los derechos del hombre” obtuviera en su momento el reconocimiento de los revolucionarios franceses de 1789 -quienes le concedieron una ciudadanía honoraria pese a no hablar una gota de francés-, publicó a partir de 1791 una obra, titulada “La edad de la razón”.

Heredera del pensamiento de Hume, Spinoza o Voltaire, esta producción se enfocaba en el tema de la religión, e inscribiéndose dentro de una tradición deísta cuestionadora de las verdades “reveladas”, circunscribía el rol gubernamental a la protección de la libertad religiosa. Harto sabemos que si hay algo que produce auténticos vendavales en la opinión pública, es todo lo que tenga que ver con la religión, y más aún si exhibe implicancias institucionales. Así que como era previsible, la obra desató una violenta oleada de respuestas, fue criminalmente tipificada como “libelo blasfemo” y su publicación y venta lograron el nada envidiable suceso de mandar a un buen número de editores y a más de cien libreros derechito tras las rejas.

Entre ellos, otro señor enormemente interesante llamado Carlile, Richard Carlile. Enviado a la cárcel por haber osado divulgar la obra de Paine, Richard ideó lo que parecía ser “prima facie” una brillante jugada jurídica, susceptible de ser titulada “La estratagema del vendedor invisible”.

Se inspiró Carlile tanto en la primera máquina expendedora conocida, la que había sido diseñada por Herón de Alejandría con el fin de dispensar agua bendita a los fieles que acudían a los templos de Egipto,  cuanto en las que hicieron su aparición en Inglaterra hacia 1615 para la venta de tabaco y rapé. (Sin embargo, estas máquinas no dispensaban el producto en sentido estricto, sino que simplemente abrían el contenedor para que el consumidor se sirviera, motivo por el cual fueron conocidas como “cajas de honor”. 

Pero de todas maneras, a partir de estos antecedentes, y con el fin de poder seguir vendiendo más allá de prohibiciones y censuras, Carlile idea entonces una máquina expendedora de libros, cuyo mecanismo permitiría al comprador elegir entre varios títulos mediante el sencillo expediente de rotar un dial, insertar la moneda y obtener inmediatamente en contrapartida el volumen esperado. Convengamos que ciertamente, en la medida en que ninguna mano humana habría entregado el ejemplar, nadie podría en principio ser acusado de delito alguno.

En principio. Porque a la hora de la verdad la ingeniosa maniobra no funcionó, y los tribunales volvieron a considerar a Carlile como responsable por las ventas. Mas aún, como Carlile ya estaba convenientemente encerrado, a las que enviaron ahora a prisión fueron a su esposa y a su hermana -que se habían hecho cargo de la continuidad del giro comercial- y al pobre empleado que habría cargado los libros en la máquina.

Definitivamente, la máquina expendedora de libros no tuvo lo que se diría un inicio venturoso. Pero eso no impidió que la obra de Paine alcanzara enorme difusión, a ambos lados del Atlántico. Es que como escribió Lord Byron:

Las palabras son cosas, y una pequeña gota de tinta, cayendo como rocío sobre un pensamiento, hace que miles, quizás millones, piensen.

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