La imperiosa necesidad de algunas grietas
El desacuerdo resulta esencial cuando se trata de confrontar posiciones que socavan los principios básicos de la democracia
En otra oportunidad hemos escrito en torno a esta materia pero ahora queremos expresar la tesis con otros razonamientos y ejemplos distintos que estimamos validan el punto que señalaremos. En la parla convencional se alude a la grieta como desacuerdo de cierta profundidad, en paralelo con la acepción original que remite a lo geológico como hendidura alargada que se forma en la tierra. En la primera interpretación del término, las hay inútiles, que apuntan a provocar trifulcas personales de diverso tenor, pero también hay las que resultan esenciales para preservar valores clave y que, en general, constituyen pasos decisivos para mejorar el conocimiento.
Los precursores del derecho como mojones y puntos de referencia extramuros de la norma positiva fueron en primer término los juristas de la Roma clásica, luego los Fueros españoles en el siglo XI, seguidos por el common law inglés, la Escolástica Tardía del siglo XVI y Montesquieu en el XVIII, con su preclara división de poderes como elemento sustancial de la sociedad libre y, si se quiere, corrigiendo parcialmente lo consignado por John Locke con su “poder federativo” y resumiendo su posición al escribir: “Una cosa no es justa por el hecho de ser ley, debe ser ley porque es justa”. En el siglo anterior Algernon Sidney se ocupó de subrayar la importancia de la Justicia independiente como valor fundamental de una sociedad libre, con críticas acérrimas a las monarquías absolutas en las que “la mayoría nace con monturas sobre sus espaldas, mientras que otros nacen con coronas sobre sus cabezas”. Esto debe releerse en vista de las reiteradas manifestaciones de impunidad de gobernantes corruptos que alegan figuras improcedentes como la del lawfare, con el agregado de las peligrosas declaraciones sobre reformas constitucionales y amenazas a la libertad de prensa, junto con referencias peyorativas a que nuestro sistema constitucional fue diseñado en base a ideas “anteriores a la luz eléctrica”.
De las cinco características que definen el sistema republicano, la división de poderes y la igualdad ante la ley son especialmente cruciales, y esta última condición está, a su vez, indisolublemente anclada a la Justicia, puesto que no se trata de ser todos iguales ante la ley para encaminarse a un campo de concentración, sino un principio atado a la idea de “dar a cada uno lo suyo”, según la definición clásica de Ulpiano, y “lo suyo” es inseparable del derecho de propiedad, una institución elemental que también está muy vapuleada y en gran medida desconocida en nuestro país, debido a controles de precios, gravámenes insoportables, inflaciones galopantes y deudas colosales en un clima asfixiante y de persecución al que trabaja y produce, todo a contramano de las políticas liberales que se aplicaron en tierras argentinas desde la Constitución de 1853/60 hasta el golpe fascista del 30; mucho peor el resultado a partir del golpe militar del 43, una impronta que se mantiene entre nosotros con una monotonía alarmante, por lo que seguimos a los tumbos, lo cual perjudica a todos pero muy especialmente a los más vulnerables.
Como es sabido, la noción de los Giovanni Sartori de nuestra época consiste en mostrar que la parte medular de la democracia estriba en la garantía y protección a los derechos individuales y la parte secundaria, mecánica y accesoria es el recuento de votos. Pero parece que lo secundario se ha convertido en lo principal y lo principal ha quedado sumamente debilitado y rezagado, con lo que se corre el riesgo de transformar la democracia en cleptocracia, es decir, el gobierno de ladrones de propiedades, de libertades y de sueños de vida. El constitucionalista Juan González Calderón insistía en que los demócratas de los números ni de números entienden, puesto que parten de dos ecuaciones erradas: 50% + 1% = 100% y 50% – 1% = 0%.
Es pertinente recordar que ya Cicerón escribió: “El imperio de la multitud no es menos tiránico que la de un hombre solo.” Benjamin Constant concluye que “los ciudadanos poseen derechos individuales independientes de toda autoridad social o política y toda autoridad que vulnere estos derechos se hace ilegítima […] La voluntad de todo un pueblo no puede hacer justo lo que es injusto.” Y el premio Nobel Friedrich Hayek ha notado: “Debo sin reservas admitir que si por democracia se entiende dar vía libre a la ilimitada voluntad de la mayoría, en modo alguno estoy dispuesto a llamarme demócrata.”
En otros términos, la grieta resulta esencial cuando se trata de posiciones antagónicas referidas a principios básicos de la irremplazable democracia genuina, pues en esta instancia del proceso de evolución cultural la alternativa es la siempre reprobable dictadura. En este contexto, cerrar las grietas fatalmente desemboca en una tragedia. Cuando en este plano se dice que la democracia presupone acordar, eso es otra prueba del desconocimiento del significado de esta forma de gobierno, pues los acuerdos son sobre matices y políticas, siempre preservando el derecho de las personas, cuya destrucción no requiere acuerdo sino que demanda confrontación.
Por último, en cuanto a las grietas como desacuerdos sobre asuntos de fondo, como hemos adelantado, en el nivel del conocimiento son de gran utilidad, puesto que el pensamiento único y la unanimidad no hubieran permitido a nuestros ancestros salir de la cueva y el garrote; todo progreso significa refutación de posiciones anteriores, en un permanente peregrinaje por atenuar nuestro desconocimiento. Tal como nos ha enseñado Karl Popper, el conocimiento tiene la característica de la provisionalidad abierta a posibles refutaciones.
Articulo publicado en La Nación