La fábula de la rana en agua hervida y el riesgo de naturalizar lo que será una muerte segura

¿Nos hervimos a fuego lento?, ¿o saltamos de la olla?


Los gobiernos, en Argentina, tienen la particularidad de hacer que en este país ocurra cada 15 días lo que en Suiza no sucedería ni en 15 años, y lo hacen de una forma tan constante y cotidiana que pasamos a ser los campeones de las profecías cumplidas de analistas, psicólogos, políticos y sociólogos: “El ser humano se acostumbra a todo”, “las personas pueden hacer del peor lugar su zona de confort”, “miente, miente que algo quedará”, “el Síndrome de Estocolmo es el vínculo que crea una persona que se siente impotente frente a otro, aunque sea un abusador” o “el cuento de la rana hervida: cómo hacer para que se cocine viva sin darse cuenta”.


Así, desde hace décadas nos acostumbramos a los malos gobiernos, a las crisis económicas periódicas y permanentes, a la pobreza, a la inflación, a la patología mental de los gobernantes, a sus insultos, a la violencia generalizada y a las instituciones que agonizan frente a nuestra mirada impotente y furiosa, pero pasiva. ¿Por qué los argentinos soportamos tanto y cada vez más esta frenética y compulsiva repetición al fracaso y al hundimiento, cuando lo tenemos todo para ser una gran potencia mundial?

La muerte en la olla

La fábula de “La rana hervida” cuenta que, al caer la rana por primera vez en una olla de agua hirviendo, saltó de allí con todas sus fuerzas, pero luego, al colocarla en agua fría y a fuego lento, la rana se fue acostumbrando al aumento gradual de la temperatura y cuando empezó a hervir, ya no tuvo fuerzas para saltar de la olla, pues su cuerpo había gastado toda la energía en adaptarse al cambio de temperatura.

De la misma manera, la conciencia de los argentinos se va narcotizando a medida que lo absurdo se vuelve cotidiano y percibimos la realidad con cada vez menos capacidad de asombro y de reacción; aceptamos primero los golpes a la democracia, los derrocamientos de gobiernos constitucionales, el desenfrenado gasto público, el corralito, cinco presidentes en una semana, el eufórico festejo del default, el primer Plan Jefas y Jefes de Hogar que vino para quedarse y multiplicarse como herramienta de la política clientelista.

Naturalizamos los ataques a la Justicia, la modificación del número de jueces a gusto de los mandatarios de turno, el uso abusivo de los decretos de necesidad y urgencia, los cortes de rutas y de calles como forma de extorsión, las fronteras abiertas al narcotráfico, las fiestas de Olivos en plena pandemia, la reelección de políticos corruptos, las listas sábana, los incendios de los mapuches -y el de
las urnas en Catamarca-, aquél funcionario nacional revoleando bolsos llenos de la plata en un convento, el Tren a las Nubes, un ícono de la Salta turística convertido en “El trencito de la alegría” por no gestionar la reparación de vías. ¿Y los 185 millones de dólares para el Fondo de Reparación Histórica?

La erosión de la confianza

A fuego lento se va cocinando la conciencia y el “todo vale” es el opio que fumamos cada día desde hace décadas, viendo cómo se resquebraja nuestra confianza en las instituciones, sin reaccionar.

Nos volvimos indolentes frente a los bajos resultados académicos en las pruebas internacionales, a los altos índices como el Riesgo País, a las retenciones, al control de precios,
a las malas recetas de siempre, pero nos habituamos y aceptamos la arbitrariedad de los burócratas que violan constantemente nuestros derechos y a la Constitución Nacional.

Los fraudes cotidianos y permanentes empiezan cuando el agua está fría: hace años nos escandalizó el pase del flamante legislador electo Eduardo Lorenzo “Borocotó” del macrismo al kirchnerismo; sin embargo, “borocotización” ya es un nuevo verbo en política, una práctica totalmente normalizada en todas las direcciones y en todos los partidos; y sigue la lista: inauguraciones truchas, la puesta en escena de hospitales y escuelas que, tras el corte de cinta y la foto, no hay nada más que paredes vacías, las
que tienen médicos no tienen insumos, alumnos sin clases, escuelas con techos y paredes que se caen a pedazos. Maestros cortando rutas y calles.
Un día amanecemos con la noticia de que en CABA se aprobó una ley que permite a un adolescente de 16 años hacer el cambio de género en el DNI sin la autorización de los padres, cuando a los 16 no les está permitido comprar alcohol, ni siquiera viajar sin su permiso. Luego, la noticia que denuncian al gobernador de la provincia de Buenos Aires por gastar 500 millones de pesos para la compra de geles íntimos, mientras un ministerio de la Nación lanza un programa de “Gestión menstruAR” aduciendo que
dicho proceso fisiológico “es un acto político”.


Todo esto ocurre en una Argentina aparentemente anestesiada, que no encuentra el rumbo de aquella que supo tener la misma tasa de crecimiento que Canadá y Australia; habiendo figurado entre los más opulentos de la tierra, tomamos el camino del proteccionismo y de un asistencialismo demente.

Con el pretexto de defender la industria nacional, embarraron el libre comercio con subvenciones, prebendas y otros privilegios que lejos de fortalecer a las empresas, sólo enriquecen a algunos pocos y sostiene, eso sí, a un ejército de ñoquis siempre listos para obedecer a sus jefas y jefes.
¿Qué pasó con los cacerolazos? ¿Por qué ya no se escuchan? ¿Acaso estamos hirviendo dentro de esas ollas, de esas mismas que salimos a agitar en plena pandemia sin que nada ni nadie, ni el Covid nos frenara entonces? Me gustaría creer que estamos tomando impulso, juntando fuerzas para
lanzarnos como una flecha, calculando el centro perfecto hacia dónde dirigirnos como Nación, pero también me preocupa que estemos padeciendo el síndrome de Estocolmo, viviendo en la contradicción política de aceptar lo que nos hunde como sociedad y aún así llegar a favorecerlo y quizá hasta amarlo.

Síndrome de Estocolmo

¿Qué clase de revolución necesitamos para convertirnos en protagonistas de esta historia, de este tiempo, de este tránsito por la vida que no será eterno?
Porque el Síndrome de Estocolmo es mantener en el gobierno a los que nos saquean las instituciones y nos ahogan con impuestos.


El Síndrome de Estocolmo es dejar que usen de modo discrecional los fondos públicos
El Síndrome de Estocolmo es permitir que todo el poder recaiga en una sola persona y que su verdad se considere absoluta, es creer que el Gobierno es más poderoso que millones de ciudadanos libres.
El Síndrome de Estocolmo es permitir el clientelismo y el reparto a mansalva de la riqueza, el manejo de los grupos sociales a través de dinero público en manos de personas y no de instituciones.
El Síndrome de Estocolmo es soportar una agenda de gobierno que nada tiene que ver con lo que verdaderamente importa y necesitamos, es vivir en la eterna crisis económica para justificar una manera de hacer política.
El Síndrome de Estocolmo es no exigir mejor calidad educativa, es dejar que roben los ahorros de los jubilados.
El Síndrome de Estocolmo es creer que un gobierno es democrático sólo porque odia a los militares; es no saber qué hacer con el hartazgo, con el enojo; es resignarnos al fracaso.
Es cierto que han transcurrido décadas cargadas de demagogia, sabemos que no hay antídoto para el populismo que tanto daña las instituciones democráticas, así como sabemos que a esta tarea nadie la hará por nosotros.


Una agenda para Argentina

Necesitamos creer y apoyar los nuevos liderazgos que proponen gobiernos transparentes, respetuosos de la división de poderes, con una Justicia totalmente independiente para que sea ecuánime en la defensa de nuestros derechos.
Un gran país necesita de una enorme libertad de prensa, una economía vigorosa, estable, abierta al mundo y que atraiga la inversión, que nos permita ahorrar y no tener que vivir al día.
Una educación sin adoctrinamiento, con doble jornada y 190 días de clases.
Pensar una Argentina más integral, con un seguro de salud para todos los ciudadanos, protegiendo a los más vulnerables: niños y ancianos. Garantizar la seguridad de los ciudadanos profesionalizando las fuerzas de seguridad, promoviendo ciudades y espacios más seguros para todos los
habitantes.
Un país mejor es posible. Siempre que no sea demasiado tarde para saltar de la olla con agua hirviendo con todos nosotros adentro.

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