14/01/25

Napoleón III, empresarios “untados” y la aceitosa grieta entre manteca y margarina

LA BATALLA ENTRE LA MANTECA Y LA MARGARINA

Había una vez … un producto llamado margarina. Creada en Francia por Hippolyte Mège Mouriès en respuesta a una convocatoria de Napoleón III (quien deseaba proveer a las fuerzas armadas de un producto similar a la manteca, pero más económico), la partida de nacimiento de la margarina se remonta a 1869. Su patente estadounidense recién se expidió en 1873. Y a partir de allí, empezaron los problemas. La margarina no tuvo lo que se dice “una infancia feliz”.

¿Por qué?  Pues porque a los poderosos productores de manteca no les cayó para nada bien el desafío que implicaba la competencia con esa recién llegada. ¿Y qué hicieron? Fundamentalmente, “lobby”.

Obrando entonces cual paradigmáticos ejemplos de esa detestable categoría que hemos dado en llamar “empresaurios” o -un poco más elegantemente- “pseudo-empresarios”, los lobbystas de la manteca volcaron toda su energía en atacar a los fabricantes de margarina “a como diere lugar”. Y en el camino, por cierto, omitieron recordar que con sus acciones estaban perjudicando a los siempre sufridos consumidores, sobre todo a los de menores recursos, para quienes la margarina –al ser más barata que la manteca-, era una opción más asequible.

LEER MÁS: El mejor jefe del mundo que triplicó los salarios mínimos: ¿socialismo privatizado?

En efecto, cuando repararon en que en apenas siete años se habían instalado quince fábricas de margarina, cinco de ellas en el estado de New York, los productores de manteca empezaron a ponerse muy nerviosos: el horizonte planteaba un escenario de indudable pérdida de “market-share” en el mercado de productos para untar. Y así comenzaron sus gestiones ante un gobierno, que, ya fuera por motivos de pretendida benevolencia o bien como resultado de maquinaciones oscuras, desafortunadamente, “les dio cabida”.

Las regulaciones anti-margarina arrancaron por así decir, “en primera”, con leyes de etiquetado, pero pronto adquirieron ímpetu.  Y así, ya en 1884, el estado de New York prohibió lisa y llanamente “manufacturar a partir de cualquier sustancia oleaginosa o compuesto de cualquier naturaleza -que no fuera leche o crema-, ningún producto susceptible de sustituir a la manteca, como tampoco venderlo u ofrecerlo como producto comestible.” En los meses subsiguientes la medida fue copiada por los estados de Maine, Michigan, Minnesota, Pennsylvania, Wisconsin, Ohio …

Convengamos que los jueces reaccionaron y declararon inconstitucional la normativa, afirmando – palabras más, palabras menos- que el gobierno no podía clausurar una industria para proteger a otra. ¡Bien por ellos!

LEER MÁS: El banquito que «revoleó» Jenny al Deán y que encendió la chispa de la libertad religiosa

Pero entretanto, el lobby de la manteca ya había expandido sus tentáculos a los medios de comunicación lanzando una colosal campaña de difamación, orientada a horrorizar al público consumidor. En diarios y revistas pululaban desde caricaturas que mostraban a los fabricantes de margarina incorporando gatos muertos y botas sucias a su preparación hasta audaces informes “científicos” en los que sus firmantes aseveraban que la margarina producía cáncer o conducía a la insania … o las dos cosas. Y ello sin contar las imprecaciones de base ética: la margarina había llegado “para destruir a la gran familia rural, el estilo de vida americano y el orden moral.”  Sí sí, todo junto.

Después de semejantes asaltos, pocos fabricantes de margarina habían logrado sobrevivir. Pero los productores lácteos no estaban dispuestos a cejar en su objetivo de aniquilación total.

De acuerdo: según los jueces no se podía prohibir la fabricación de margarina, pero nada impedía cargarle impuestos, o establecer la necesidad de contar con permisos y licencias para manufacturarla y venderla. Y eso fue lo que precisamente hizo el gobierno federal mediante la llamada “Federal Margarine Act” en 1886.  Casi cuesta procesar hasta qué punto legisladores y burócratas pudieron entrar en connivencia para tratar de sepultar una industria a pedido de otra en uno de los países más libres de la Tierra.

Pero entretanto, los fabricantes de margarina continuaban contratando abogados y presentando recursos. Estaban resueltos a sobrevivir. Y cuando tales recursos empezaron a ser exitosos, el “partido de la manteca” ideó una nueva estrategia: la guerra del color.

¿A qué aludimos con esto de “la guerra del color”? A que la manteca tiene un apetecible tono amarillo, del cual carecía la margarina, más bien blancuzca. Y entonces, para hacerla más atractiva, los productores de margarina le añadían colorante. Los productores de manteca pusieron el grito en el cielo clamando “¡Fraude! ¡Miren! ¡Los productores de margarina son tan malvados que nos quieren hacer pasar la margarina por manteca y los consumidores son tan tontos rematados que no advertirán la diferencia!   ¡Papá Estado debe actuar urgentemente para poner orden y protegernos!”

Buena movida, debemos conceder. ¿Qué hizo entonces el gobierno ante tan indignados clamores? Pues prohibió que la margarina fuera coloreada. Prohibición de colorantes a la margarina. Listo. Para 1902, 32 estados tenían regulaciones que prohibían la coloración de la margarina. 

Pero los productores de margarina también sabían “jugar”. Y mientras buscaban alternativas de producción con materias primas capaces de brindar por si mismas a la margarina un color amarillo natural, también encontraron un resquicio en la legislación y esto es que, si bien estaba prohibido que los “fabricantes” colorearan artificialmente la margarina, nada impedía que los “consumidores” lo hiciesen. Y entonces se añadieron sobrecitos de colorante a los paquetes de margarina, de modo que los consumidores pudieran colorearla “a piacere” en sus casas. Tal vez alguno, mientras realizaba esa tarea en la cocina, e ignorando las batallas legislativas que subyacían a su trabajo adicional, se habrá preguntado “Por qué no harán esto directamente en la fábrica? Como sea, parecía que se había logrado sortear la prohibición.

Solo “parecía”. Porque a renglón seguido la consigna fue estipular que la margarina tenía que ser de un color especifico, que por supuesto, no era el amarillo. Por ejemplo, Vermont, New Hampshire y South Dakota decretaron que la margarina tenía que ser obligatoriamente teñida de color rosa. Otros estados optaron por el rojo, el marrón, el negro, cuestión de que “cuanto más les compliquemos la vida a los fabricantes y cuanto menos atractivo sea el resultado para los consumidores, tanto mejor”.

Años de esfuerzo llevaría desenredar toda esta maraña regulatoria, incluyendo marchas con pancartas que proclamaban “Queremos una margarina libre de impuestos” y recolecciones masivas de firmas con textos que rezaban “Estimado congresista, ¿cuál es su prioridad? ¿El consumidor? ¿O el Lobby de la manteca?”

Hubo que llegar a 1955 para que casi todos los estados (salvo Minnesota y Wisconsin) derogaran las leyes relativas al color de la margarina. Minnesota recién lo hizo en 1963 y Wisconsin en 1967.

Nos guste o no la margarina, es un milagro que hoy esté en las góndolas. Un milagro de persistencia de los empresarios involucrados en su fabricación, un milagro de habilidad de los miles de abogados comprometidos en su defensa, un milagro de criterio de los jueces que finalmente pusieron las cosas en su lugar, y un milagro de la gente, que descreyó de caricaturas grotescas e informes intimidatorios y la siguió comprando.  Así que próxima vez que vayamos al “super”, y aun cuando no la compremos, dediquémosle una mirada tierna y una sonrisa cariñosa. Al fin de cuentas, la pobre es toda una sobreviviente de la opresión estatal.

Compartir:

Más publicaciones