La corona de España sin buenos consejeros
“Cuídate mucho Juanito, de las malas compañía” … cantaba Serrat en los años 80, quizá admonizando sobre el asunto que hoy escandaliza a toda España y a muchos que la observan con atención desde afuera. Y es que las recientes desdichas a la que ha sometido Don Juan Carlos de Borbón a la máxima representación del estado español tienen que ver, también, con la falta de buenos consejos de sus allegados y asesores ante una línea en la Constitución del 78 que declara: “la persona del rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad.”
Esa omertà de quienes le rodearon no exime en absoluto la propia negligencia de Juan Carlos I a la hora de concebir o de ejecutar determinados actos que actualmente se le investigan, pero hace pensar en lo vidrioso que pueden ser los límites del poder si no se los controla fehacientemente. A su antepasado Luis XVI le costó la cabeza manejarse como un borbón todopoderoso en tiempos donde la modernidad ya exigía que no haya “inmunidades” absolutas, sobre todo cuando se confunde inmunidad con impunidad. La revolución francesa legó al mundo la división tripartita de poderes, que entre sus virtudes básicas supone un equilibrio y contrapeso natural de quienes tienen la responsabilidad de gobernar.

El “rey emérito”, ahora vilipendiado por muchos, supo ser por méritos propios una pieza clave para la España contemporánea, esa que surgió tras 36 años de dictadura sin que mediase revoluciones ni ajustes de cuentas traumáticos entre el viejo régimen imperante y la voluntad de cambio democrático que exigían los nuevos tiempos.
Fue Juan Carlos quien con habilidad “campechana” se granjeó la amistad de todo el arco político y jurídico de una España que vivía aun anestesiada por el franquismo, logrando poner de acuerdo a bandos ideológicos que pocas décadas antes se habían enfrentado en una de las más sangrientas guerras civiles del siglo XX, para construir de manera consensuada un andamiaje constitucional y democrático exitoso. Los famosos pactos de la Moncloa tuvieron al Rey como referente y garante. Y España embocó un largo periodo de paz y progreso, en todos los órdenes, como pocas veces en su larga vida de Nación.
Y sin embargo gran parte de ese capital simbólico conseguido -y consolidado al traspasar la Corona a su hijo Felipe en el año 2014- lo dilapidó de la manera más ruin, quizá a causa de lo que otro cantante popular, Julio Iglesias, describe en uno de sus versos cantarines: “por el amor de una mujer he dado todo cuanto fui, lo más hermoso de mi vida”…
El escándalo, en verdad, no empaña solamente la vida personal de Don Juan Carlos impidiéndole mostrar a la posteridad una foja impecable de servicios al país que juró lealtad de por vida. El problema es la leña que se quiere hacer con este viejo roble caído, pues el embate de muchos sectores “republicanos” se ensaña no ya con Juan Carlos sino con el jefe del Estado, Felipe VI y la institución real.
Debe recordarse que las sospechas de que Juan Carlos haya recibido por parte de los saudíes comisiones que intentó blanquear en Suiza, ascenderían a 100 millones de dólares. La investigación abierta en el país helvético hace unos años sobre las supuestas cuentas ocultas y transacciones internacionales del rey terminaron el año pasado en España…
Toda esta opaca operatoria se explica extraoficialmente diciendo que se trataba de un regalo personal del rey Abdalá bin Abdelaziz a su amigo el rey Juan Carlos como “agradecimiento por sus buenos oficios” en la intermediación realizada para la construcción del tren AVE a la Meca que fue adjudicado a un consorcio de empresas españolas: un mega contrato de unos 6500 millones. Todo esto ocurrió en 2008 cuando aún Juan Carlos I era el Jefe del Estado español, y por lo tanto gozaba de la correspondiente “inviolabilidad”. Más, lo que hizo saltar la perdiz fue el regalo que a su vez hizo el rey a su amiga Corinna Larsen, quien no contenta con los negocios en los que participaba en nombre de la Corona se sintió molesta cuando el monarca le reclamó lo que ella pensaba que ya le pertenecía. Lo que se regala no se quita, aduce, con fina ironía.
Entre tanto, la secretaría Anticorrupción acaba de remitir al Tribunal Supremo su informe y en algún momento la Fiscalía tendrá que expedirse, presentando o no una querella contra el rey emérito.

Así las cosas, en el capítulo donde se revela toda esta trama, aparecen otros dos personajes que han quedado involucrados muy a su pesar en estas peripecias juancarlistas: Felipe VI y Pedro Sánchez. Fue la Casa del Rey –cuya jefatura está en manos de Jaime Alfonsín- la que diseñó junto al comunicólogo del Gobierno socialista, Iván Redondo, la enclenque estrategia de blindaje a la más alta institución del estado, desalojando, entre gallos y medianoche, del Palacio de la Zarzuela al rey emérito.
Está claro que es necesario deslindar de responsabilidades al actual rey y a la institución real de las actuaciones personales del antecesor y permitir que Don Juan Carlos quede librado a las generales de la ley, ya que no goza de inmunidad alguna tras su abdicación. Una cosa son las personas y otra, las instituciones, esgrimen los que en primera fila defienden los embates de “comunistas y separatistas” que creen llegada la hora de abolir la monarquía. Lo cierto es que la Corona es también un artefacto semiótico, que se percibe popularmente como una unidad de sentido –al igual, por ejemplo, que el papa y el Vaticano o que Maradona y los equipos para los que ha jugado- y pretender hablar de una cosa sin que nada “salpique” a la otra, supone al menos una gran tarea de pedagogía que de momento por estas playas no se ha sabido hacer.
Al día de la fecha una horda de periodistas está a la caza del destino secreto del rey huyente –un hecho que recuerda a la mítica Noche de Varennes- y lo que tendría que ser un asunto que marchase por los andariveles jurídicos previstos se transformó en los dimes y diretes maliciosos del verano, algo aún más contagioso que el corona-virus.