Sin el #MeToo de Estados Unidos (o cualquiera de sus variantes: Cuéntalo (España), MiraCómoNosPonemos (Argentina), NiUnaMenos (América Latina), DelataATuCerdo –Francia-) depredadores sexuales como el productor de cine Harvey Weinstein, el médico de las gimnastas olímpicas Larry Nassar o tantos otros, posiblemente seguirían impunes.
El silencio es un gran aliado para los crímenes “privados”, para los que atraviesan a sus víctimas con el acoso, el abuso, el uso coercitivo del poder. El valor de las mujeres que se atrevieron a romper ese cerco de miedo y autoritarismo es inobjetable.
Pero esa conciencia expandida para visibilizar la violencia de género tiene su costado oscuro también. El abuso, en este caso de la bandera que reclama justicia para las víctimas, ensució nombres innecesariamente. Las falsas denuncias, las leyendas negras que transforman una trayectoria en un prontuario, son excesos que también se pagan caro.
Las rutinas han acompañado tras la irrupción del “Me Too”. Muchos hombres prefieren evitar cenas con compañeras de trabajo, reuniones ejecutivas a puertas cerradas, fotos de grupos de trabajo que permitan inferir algún contacto fuera de lo protocolarmente correcto. Corre aquello de ser “más papistas que el papa” para protegerse de futuras demandas o insinuaciones que signifiquen poner en riesgo la credibilidad de una persona.
Me Too podría ser el nombre, también, de una película de Woody Allen. Una que retrate el oprobio al que se vio sometido un cineasta por las falsas acusaciones de su ex mujer. En esa película de la vida real, ese cineasta fue absuelto de abusar de la hija adoptiva de Mia Farrow. Y esa absolución fue en 1993, pero la leyenda negra se deglutió la fama y el buen nombre de Allen. Y ni Me Too ni ninguna otra organización feminista se retractó lo suficiente como para salvarlo de ese oprobio.
“Ese es un viejo pervertido”
La ola feminista rompe en la escollera de las redes sociales. Y provocan un tsunami de reacciones. La denuncia se transforma en sentencia: basta que alguien diga algo (si es con video y lágrimas, mejor) para que inmediatamente los planetes se alineen en contra de ese victimario. ¿Pruebas? Después vemos. ¿Denuncia ante la justicia? Después, no antes. ¿Quién es la víctima, entonces?

Seis meses de estudios sobre la menor demostraron que ésta fue manipulada por su madre para denunciar a Woody Allen. Los análisis periciales de la clínica Yale New Haven concluyeron, categóricamente, que todo fue fabulado. Hay testigos, incluso, de esa manipulación. Pero no fue suficiente: Dylan Farrow resucitó sus acusaciones en 2018 y con la pólvora del Metoo, la mecha se convirtió en antorcha.
Muchos dirán que el precio es ese. Que visibilizar la violencia de género puede provocar que “paguen” algunos inocentes. ¿Eso es justicia?
Kevin Spacey, claramente, diría que no. “No creo que sea una sorpresa para nadie que mi mundo cambió completamente en otoño de 2017. Mi trabajo, mis relaciones y mi posición en mi propia industria desaparecieron en cuestión de horas. Y si bien es posible que nos hayamos encontrado en situaciones similares, aunque por razones muy diferentes, sigo creyendo que algunas de las luchas emocionales son muy parecidas”, declaró recientemente Spacey en un video donde compara los estragos del coronavirus con las denuncias que recibió en su contra. En efecto, el actor de House of Card fue denunciado por una periodista que lo acusó de haber abusado de ella en 2016. La demanda fue desestimada dos años después porque la denunciante jamás se presentó a declarar.

Kevin Spacey habla de las luchas emocionales para describir cuánto perdió tras la denuncia en su contra
Lo mismo puede decir Geoffrey Rush fue absuelto de realizar gestos lascivos sobre el cuerpo de una actriz y ha sido indemnizado con medio millón de euros por parte de los medios que publicaron la historia; Morgan Freeman fue objeto de un montaje, según la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, entidad que reveló que la acusación de acoso sexual contra el actor fue fruto de un reportaje manipulado.
La pátina de suciedad que cubrió a estos nombres no fue limpiada con la misma fruición con que fueron denunciados. La inocencia nunca vende. Es “blanca” y solo vende lo negro. El rumor, la acusación rimbombante, la blasfemia existe desde que existe la verdad. Son el anverso y el reverso de la palabra.
Ya en los “autos de fe” de la edad media se tiró al fuego a inocentes que clamaron por su inocencia. En vano. La condena social es impiadosa porque cuando el “colectivo” quiere creer, desprecia todas las pruebas que refutan esa creencia.
Las denuncias del Me Too, en la mayoría de los casos, son ciertas. Como toda organización política, cualquier movimiento e incluso, como toda idea, no siempre funciona bien y tiene falencias que no son menores.
Los linchamientos públicos, las cadenas perpetuas de las redes sociales, la denuncia estentórea son excesos que no ayudan a la justicia. Ni a los acusados ni tampoco a las mismas víctimas que la claman.