Hace cientos de años que existía una clase alta adinerada que no pagaba impuestos y que gozaba de privilegios socioeconómicos especiales. Era a los de abajo, a las grandes mayorías, a quienes se les cargaba el costo de la operación del estado. Estamos hablando de la Francia previa a la revolución, pero la cruel realidad es que esa descripción aplica a cualquiera de los países de occidente en la actualidad.
Los más ricos están concentrados en el uno por ciento de la población, y aunque sí pagan impuestos, el sistema está fuera de balance. Algunos de estos mega ricos se han pronunciado en contra de esta realidad, así lo hizo Warren Buffet en el 2012, cuando dijo que paga una tasa de impuestos más baja que su secretaria.
¿Queda algo qué celebrar de la Revolución Francesa entonces?
A pesar de estos desajustes en cuanto a la repartición de la riqueza en el mundo occidental, también es un hecho que la Revolución Francesa dejó un legado positivo que ha servido para aumentar la calidad de vida en el mundo occidental. Este suceso ayudó a terminar con el feudalismo y el derecho divino de los reyes, internacionalizó los derechos humanos y el sistema métrico.
Pero el mayor legado de la Revolución Francesa es la noción de “Libertad, Igualdad y Fraternidad”. Y es que además de ser una bella aspiración, también es verdad que vivimos en un mundo libre a comparación de lo que se vivía en aquel entonces. Los ciudadanos del mundo actual trabajamos y tenemos tiempo para nuestras familias, actividades de ocio como ver deportes en vivo, apostar online por nuestros equipos favoritos, ver películas, hacer ejercicio, o cualquier otra actividad que se nos ocurra.
De libros y películas podemos darnos cuenta de que estos privilegios no existían apenas hace menos de trescientos años. El ciudadano común trabajaba jornadas inhumanas, sin tiempo para actividades que le ayudaran a descansar o perseguir otro tipo de intereses. La pobreza extrema era la norma para los de abajo, mientras la monarquía vivía en el dispendio y el exceso.
Las palabras de Robespierre, “el incorruptible” resonaron fuerte, tan así que siguen siendo el alma de nuestra existencia en la sociedad occidental. Para él, la libertad consiste en hacer lo que sea siempre y cuando no lastime a los demás. Por lo que el ejercicio de los derechos naturales no tiene más límite que la garantía de que otros miembros de la comunidad puedan gozar de esos mismos derechos.
En cuanto a la igualdad, Robespierre decía que la ley debía ser la misma para todos, ya sea que proteja o que castigue. Asimismo, opinaba que todos los ciudadanos debían ser igualmente elegibles para puestos públicos de acuerdo a su habilidad, sin otra distinción que sus talentos y virtudes.
Esto se aleja por completo de lo que pasaba en la Francia y Europa posteriores a la Revolución Francesa, y con toda seguridad podemos decir que se vive en un mundo mejor, con menos reyes y más libertades.