Una buena: más libre comercio en el mundo. (Lástima que nosotros, como siempre, a contramano)
Ya desde “La Riqueza de las Naciones” de Adam Smith o la teoría de las ventajas comparativas de David Ricardo se sabe que la especialización y el libre comercio incrementan nuestra calidad de vida. Por supuesto, como ocurre con frecuencia, las ideas requieren un tiempo de maduración. Pero por otro lado, parafraseando a Víctor Hugo, “no hay nada más poderoso que una idea a la que le ha llegado su tiempo”. Y el RCEP (Regional Comprehensive Economic Partnership) es la prueba.

La Unión Europea y el T-MEC (Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá) han quedado chiquitos. Hasta ahora éstos eran los dos acuerdos comerciales más importantes del mundo, uno entre las potencias europeas, y otro exclusivamente norteamericano). Pero ahora la arena comercial ve surgir un nuevo protagonista. El RCEP es el mayor tratado de libre comercio del mundo. Ente sus miembros se encuentran China, Japón, Corea del Sur, Australia, Nueva Zelanda y los 10 países que forman parte de la ASEAN (Association of Southeast Asian Nations), Brunei, Camboya, Indonesia, Laos, Malasia, Myanmar, Fillipinas, Singapur, Tailandia y Vietnam.
Este nuevo bloque comercial, que representa un 30% del PBI mundial, comprende a 2300 millones de personas.
En comparación, la Unión Europea tan solo representa un 20% del PBI mundial y alberga unos 450 millones de personas.
Latinoamérica tendrá que “ponerse las pilas”. Mientras el mundo avanza en una dirección, en Latinoamérica, y sobre todo en Argentina continúan medrando las obsoletas cantilenas del autarquismo, la “sustitución de importaciones”, la “industria nacional incipiente” y la “protección del empleo”. Falacia tras falacia tras falacia.

“Menos Galeano y más Mises” es lo que hace falta por estos lares. Y “darse cuenta”, como en el famoso cartelito del escritorio de Tato Bores, tan vigente pese a las décadas transcurridas.
Y ese “darse cuenta” apunta a asumir que la riqueza no se mide en dinero sino en bienes, que cuando hacemos un intercambio voluntario no hay “ganadores” y “perdedores” porque si intercambiamos es porque valoramos más lo obtenido que lo dado. Es internalizar que si extremamos el argumento “todos fuéramos autárquicos al interior de nuestras casas” viviríamos vestidos con harapos, alimentados con la lechuga cultivada en el balcón y fabricando velas. Es darse cuenta de que la industria “incipiente” seguirá siendo “incipiente” por siempre jamás en la medida en que pseudoempresarios consigan tales privilegios de políticos corruptos que los habilitan a rindar impunemente a los habitantes productos de mala calidad y a peores precios que los que obtendrían en un libre intercambio internacional.

Pero ¡oh, qué emoción! esos productos “de cuarta” son “de industria nacional”, como te endilgan hasta el hartazgo con un patrioterismo patético los burócratas en cuestión, mientras que ni bien pueden vuelan a Miami a llenar sus carritos de compras de cosas mejores y más baratas que las que podrían nunca conseguir en el territorio nacional.
Debemos darnos cuenta que los únicos beneficiados por las barreras comerciales son, por un lado, los empresarios prebendarios que no quieren competir verdaderamente porque si lo hicieran, serían masacrados, y por otro a los políticos, que venden cara la licencia de “caza en el zoológico”, ya que los habitantes no tienen más opciones para elegir.
A ese incremento de opciones y a esa consecuente mejora de la calidad de vida apuntan los tratados de libre comercio que se firman por doquier mientras el engendro del Mercosur agoniza. Si ni siquiera podemos comerciar en libertad, ¿realmente somos libres?