11/09/2025

¿Cómo el Estado se adueña de tu tiempo y por qué no debería hacerlo?

En el siguiente análisis de Oriana Aranguren, de Ladies of Liberty, se explora cómo el tiempo, más allá de ser una mera herramienta de organización, constituye la esencia de la existencia humana y el fundamento de la libertad individual. Desde una perspectiva libertaria, se argumenta que la soberanía sobre el tiempo es la base de la auto-propiedad, y que su violación por parte del Estado, a través de un control ilegítimo que trata el tiempo como un recurso colectivo, representa una forma de opresión totalitaria. Este enfoque, respaldado por la filosofía de Locke y estudios neurocientíficos, plantea que el tiempo personal no solo es el capital humano por excelencia, sino también la condición para toda elección, proyecto y anhelo, haciendo de su defensa una lucha por la libertad misma.

En su búsqueda incesante por el sentido, el ser humano ha medido, dividido y conceptualizado el  tiempo. Así, ha logrado convertirlo en calendarios, horarios, cronómetros, o cualquier otra cosa que  refiera a esa coordenada en lo que conocemos como “espacio-tiempo” de lo que se habla en el campo  de la física, y que muchas veces lo reducimos en la cotidianidad a una herramienta de organización, o  una métrica de productividad. No obstante, este tiempo solo nos contiene; es decir, es la realidad en  la que nos encontramos sumergidos, no nos pertenece en sentido estricto, no lo controlamos. 

Caso distinto es el tiempo de la experiencia vivida, la percepción que tenemos de la misma, marcada  por la subjetividad de cada individuo, y que lleva a que, por ejemplo, aprehendamos de diversas formas  la duración subjetiva de un beso con un ser querido, la eternidad de un momento de pánico, la  fugacidad de una década feliz. En lo que respecta a este tiempo, que llamaremos: tiempo de la consciencia,  no es un contenedor, sino que es parte esencial del contenido mismo de nuestra existencia, en  constante devenir. Los segundos que transcurren en el reloj no son una simple marca, sino un  fragmento irrecuperable de nuestra propia existencia, impregnada de percepciones, razones, sentidos,  significados. En suma, podría decirse que es el sostén de la vida humana, en la medida en que es el  fundamento sobre la cual se erigen nuestras elecciones, proyectos y anhelos. 

Esta afirmación no es una mera pretensión filosófica abstracta sin ningún tipo de sustento; ya estudios  sobre neurociencia muestran cómo la percepción del tiempo, pasado, presente, futuro, convergen en  el aquí y ahora para que el individuo pueda elegir, establecerse metas y visualizar el camino a seguir  para poder alcanzar lo que se propone. Todas las funciones del cerebro, en sinergia, hace que siempre  vea hacia el futuro —prospectividad—, uno de apreciación subjetiva que se enmarca, a su vez, en las  otras dos patas de la mesa de la temporalidad: pasado y presente.

Desde esta perspectiva, el principio libertario de la propiedad de uno mismo —self-ownership, en  inglés—, es decir, la idea de que cada persona es el único y exclusivo dueño de su cuerpo y mente,  encuentra su manifestación más tangible en la propiedad sobre nuestro propio tiempo. Esto es: ser dueño de  uno mismo significa ser dueño de cada momento que compone nuestra vida; y ser dueño de mi vida  no es otra cosa que ser dueño del tiempo con el que cuento para desarrollarme, en tanto individuo.  Cada decisión sobre cómo asignar ese tiempo físico —segundos, minutos, horas, días, semanas, meses,  años, etc.—, el cual sobra significado para mí gracias al tiempo de la consciencia, que asigna valores, es un  acto de soberanía —o debería serlo—. Negar esa condición, y permitir su violación, es atacar en gran  medida la misma naturaleza humana y, por extensión, la libertad en su raíz, que es precisamente lo que  hace el principal agresor contra la libertad humana: el Estado. 

En el presente texto me propongo desarrollar la idea self-ownership hasta las últimas consecuencias,  argumentando que el “tiempo personal”, marcado por ese (i) “tiempo físico” y (ii) la experiencia de    ella —tiempo de la consciencia—, constituye una esfera de la soberanía individual que debería ser  inviolable, pero que el Estado se ha encargado de socavarla sistemáticamente, creando una especie de  estructura en el que se ejerce un control ilegítimo sobre el tiempo de los individuos, tratándolo como  un recurso público susceptible de ser confiscado, administrado y redistribuido por la fuerza. En última  instancia, el Estado en sí mismo constituye una “Cronarquía” —crono, de tiempo; arquía, de gobierno  o poder—, es decir, un régimen en el que se ejerce coacción y somete al tiempo de las personas, porque  se opera bajo la presunción de que el tiempo personal de los individuos es un recurso colectivo, una  reserva a disposición del poder político2. Por ello, la cronarquía estatal, el Estado en sí mismo, es  moralmente inaceptable y constituye la forma más íntima y totalitaria de opresión. 

Veamos las implicaciones de esto: 

El tiempo personal: una propiedad primigenia 

En la tradición filosófica liberal, partiendo de John Locke, la propiedad se origina cuando el individuo  mezcla su trabajo con un recurso natural no poseído, extendiendo se esa forma su propiedad sobre sí  mismo a los objetos externos con los que se haga a través de su trabajo y esfuerzo. Así, un individuo  es dueño de la tierra que cultiva o de los recursos que transforma. Sin embargo, aunque es un  argumento poderoso, se detiene un paso antes del origen de todo, porque no repara en que ese acto  de mezclar el trabajo con la naturaleza presupone un elemento anterior y más fundamental, a saber: el  tiempo invertido en dicho trabajo

Antes del trabajo, está el tiempo personal; antes de que exista propiedad sobre la tierra arada, la  herramienta forjada o la casa construida para el refugio, está la necesidad de ser propietarios de las horas de vida dedicadas a la creación de todas las cosas. En principio, el trabajo no es más que la  aplicación de la energía y la inteligencia de un individuo a lo largo de un segmento de tiempo; por lo  tanto, el tiempo invertido en llevar a cabo alguna acción es el componente crucial que transfiera la  propiedad. El tiempo personal es, ante todo, el capital primigenio de la existencia humana; en otras  palabras, el tiempo personal no es solo la condición para crear propiedad, sino que es la forma más  pura de capital humano. 

Esto cobra mayor sentido cuando caemos en cuenta que el ser humano puede nacer sin tierras, sin  bienes, pero nace con un capital: tiempo, uno personal, por lo cual constituye: tiempo personal, tiempo  de vida. Es el tiempo personal, el experienciar el mundo en un plano intertemporal, el medio  existencial en el que toda otra propiedad se adquiere, se utiliza y se disfruta. Sin tiempo, la propiedad  de las cosas es inútil. En este marco, hemos de recordar un refrán trillado, pero de gran profundidad,  Y si apelamos a la filosofía de Heidegger, es el tiempo el ser mismo del ser humano, en tanto humano, una realidad a la  que se encuentra arrojado, ser-allí —o siendo-allí—, y que debe reconocer, aceptar y, en muchos casos, afrontar para dar  sentido a su existencia. Al respecto, ver: Martin Heidegger. 1927. Ser y tiempo. Edición electrónica de la Escuela de Filosofía  de la Universidad ARCIS. Traducción, prólogo y notas de Jorge Eduardo Rivera.

para efectos del mensaje transmitido hasta ahora: “nadie se lleva cosas materiales cuando muere”4; un  palacio, una biblioteca o una fortuna son estériles para quien no tiene tiempo para habitarlos, leerlos  o gastarlos. He aquí una verdad fundamental, irrefutable: el valor de todas las propiedades es  contingente y derivado del valor primario del tiempo de vida del individuo que los posee. 

De hecho, esta propiedad original sobre el tiempo posee características únicas que la hacen aún más  fundamental que la propiedad sobre objetos, ya que cumple y supera el famoso “proviso” de Locke,  que exige que, al apropiarse de algo, uno debe dejar “suficiente y de igual calidad” para los demás — con el fin de evitar el monopolio de bienes, asegurando que la apropiación no perjudique a otros—. 

A modo de ilustración: mi decisión de dedicar mi lunes a escribir un libro no disminuye en absoluto  el lunes del que dispone mi vecino para construir una silla, o lo que sea que quiera hacer con su tiempo. En pocas palabras, el acervo de tiempo no es un bien común divisible que uno pueda acaparar en  detrimento de otros, porque cada individuo llega al mundo con su propio e intransferible caudal de  tiempo personal. En principio, puede que estemos hablando de la dotación más equitativamente  distribuida en el origen de la existencia humana, aunque su duración medida por la física —(i)— sea  incierta para todos, pero que cada uno experimenta de forma única —(ii)—. 

Esta soberanía temporal no es una mera abstracción, más bien es la condición de posibilidad de la  libertad misma, es decir, de esa condición en la que podemos actuar según nuestras preferencias, sin  que medie la coacción. Los libertarios hoy hablan de “auto-propiedad”, pero no reparan en ese eslabón  que sustenta y hace posible la manifestación práctica y continua de dicha auto-propiedad: el tiempo  personal. Ser dueño de uno mismo significa, momento a momento, ser el único con el derecho a  decidir qué hacer con el siguiente instante; no es un lujo, sino la definición operativa de una vida  humana libre. Por ello, cada decisión sobre el uso de nuestro tiempo es una reafirmación de nuestra naturaleza, y ceder el control sobre ello no es como ceder el control sobre un objeto, sino cederlo  sobre nuestra propia identidad y proyecto de vida. En este sentido, entonces, cualquier agresión contra  el tiempo personal es una agresión directa contra el ser de cada individuo. 

Mañana jueves 26/06 segunda parte.

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