En las recientes legislativas, periodistas militantes y cuentas parodia difundieron engaños sobre candidaturas como la de Espert-Santilli. Lo que empezó como “humor” terminó siendo desinformación masiva. En un país saturado de noticias y descreído de todo, la ambigüedad ya no es un recurso: es una estrategia que cansa al votante, lo aleja de las urnas y debilita la democracia. Es hora de exigir etiquetas claras y responsabilidad: quien bromea con la verdad, juega contra todos nosotros.

En las últimas semanas, en el marco de las elecciones legislativas nacionales en las cuales se eligieron quienes nos representarán –o tratarán de hacerlo– en la Cámara de Diputados y el Senado, comenzó a observarse una peligrosa tendencia en las narrativas del ecosistema informativo: la ambigüedad en los mensajes. Periodistas que indujeron al engaño electoral y cuentas en redes sociales que, amparadas en la supuesta sátira, buscaron manipular a los votantes. En el actual contexto del país, el resultado de estas prácticas terminan generando desconfianza informativa que, posteriormente, se traduce en apatía política.
Vivimos una época donde los mensajes circulan sin etiquetas claras y donde hemos perdido, al menos por ahora, la batalla contra la desinformación. No logramos distinguir con precisión si lo que recibimos o leemos es humor, parodia, opinión o información. En algún momento, será necesario generar una mayor conciencia sobre el verdadero daño que produce la falta de alfabetización mediática y digital a la hora de elegir a nuestros representantes.
El periodismo tradicional —que durante décadas actuó como mediador entre hechos y opinión— era una herramienta esencial frente al vendaval emocional de las redes sociales. Sin embargo, ha perdido el monopolio de la veracidad. En este escenario, la ambigüedad se vuelve rentable porque favorece la viralización y refleja una crisis de credibilidad generalizada que atraviesa a casi todo el arco político. La ambigüedad ya no es solo un recurso discursivo: es una estrategia comunicacional adaptada a un entorno saturado de información y emociones.
[El fin de la representación política]
— Visión Liberal (@vision_liberal) November 6, 2025
El sistema representativo, diseñado para sociedades compactas del siglo XVIII, se adaptó a la era industrial mediante partidos de clase, pero hoy, en un mundo posindustrial multicultural e individualizado, los viejos mecanismos fallan: el… pic.twitter.com/dUtCGxVcQo
Hace algunos días, periodistas y streamers militantes simpatizantes del peronismo generaron contenidos que, de una manera u otra, inducían al engaño electoral confundiendo sobre la participación del candidato libertario José Luis Espert —reemplazado en la boleta por Diego Santilli, el gran triunfador de la elección del 26 de octubre pasado—. Amparados en el “chascarrillo al aire” y esgrimiendo que su audiencia no votaría de todos modos a los candidatos del oficialismo, estos comunicadores incurrieron en un acto de enorme irresponsabilidad que terminó amplificando la desinformación, aunque alegaran no haber calculado su alcance.
Pero no se trata de un fenómeno aislado ni exclusivo de un sector. En las redes sociales, tanto cuentas oficialistas como opositoras abusan de perfiles parodia que coquetean con la ambigüedad para transformarse en verdaderas campañas de desinformación. El “humor político” se convierte así en un escudo para eludir los mecanismos de control, bajo el argumento de que “no debe tomarse todo en serio”.
Precisamente allí, en esa liquidez comunicacional —como diría Bauman— radica la efectividad de esta estrategia: cuanto más ambiguo es el mensaje, más se comparte, y cuanto más se comparte, más se diluye la verdad.

Sin embargo, más allá de la radiografía de la situación, el abuso de los mensajes ambiguos generan un impacto que se traduce en la indiferencia o –en el peor de los casos– en el escepticismo de los votantes ocasionando una suerte de fatiga cognitiva. Esto debilita la confianza pública y erosiona la función cívica que deberían tener los periodistas a la hora de ser mediadores entre hechos y opiniones responsables con la ciudadanía. Es innegable entonces que la ambigüedad se transforma en un terreno fértil para la desinformación porque hay una vinculación directa entre ésta y la apatía del electorado, especialmente en nuestro país donde hay una sobresaturación informativa y descrédito hacia los discursos públicos que generan un clima generalizado de escepticismo.
La ambigüedad desinformativa no solo confunde, también cansa. Y ese es el riesgo mayor: un ciudadano cansado deja de debatir, deja de votar con convicción y comienza a mirar la política como un espectáculo ajeno, que ya no lo representa. Le cueste a quien le cueste y le pese a quien le pese, eso es justamente lo que algunos actores irresponsables —políticos, periodistas o influencers— parecen buscar. Y eso, como sociedad, no podemos permitirlo.



